Presión alta y depresión.

Una mujer de 75 años, se presentó a consulta con el fin de confirmar si necesitaba tratamiento para la presión arterial alta (hipertensión), ya que desde hacia tres años ingería medicamentos para bajar la presión y ella se sentía igual, sin mejoría de sus síntomas.

Padecía de diabetes, la cual inicio 28 años antes. Se quejaba de mareos, dolor de cabeza, decaimiento, llanto fácil, tristeza, dolor en el pecho, en la espalda, cuello, y cintura; insomnio, desesperanza, cuando se acuerda de sus hijos que están ausentes por cuestiones de trabajo se pone triste y llorosa aun cuando sus hijos no tengan ningún problema de salud o económico. Estos y otros síntomas son variables, calman espontáneamente, en ocasiones con tranquilizantes o analgésicos. Ella atribuye todos sus males a la presión arterial alta. Sin embargo, varias determinaciones de la presión en unas seis recetas médicas especifican que la presión es normal, alrededor de 140/90, normal para los 75 años de edad.

A la exploración física su presión arterial fue normal, 130/85, tomaba tenormín de 100 mg, una tableta y media al día. Su frecuencia cardíaca era baja con 55 latidos por minuto (normal de 60 a 100). Su azúcar en 120 mg, normal.

Lo que más llamó la atención fue su mirada dura, el ceño fruncido, su pose altiva y dominante, su tono de voz autoritario e impositivo y el aura de dominio hacia sus dos hijos que la acompañaban los cuales reflejaban en su semblante, respeto y sumisión, el dominio que esta madre ejercía a pesar de sus 75 años.

La opinión de la paciente y de los familiares era que la presión alta era la causa de todas sus molestias. Siempre es bueno tomar en cuenta lo que el paciente y sus parientes piensan con relación a sus males, en ocasiones ellos nos dan la clave para acertar en el diagnóstico y el tratamiento.

Con los datos anteriores se estableció que su DIABETES CONTROLDA y PRESION ARTERIAL NORMAL, por el momento, no eran la causa de las molestias mencionadas previamente y que presentaba durante la consulta. Me cuestionaron con relación a cual era entonces la causa de sentirse mal si la presión era normal.

Parcialmente se atribuyó su sintomatología a intoxicación con el tenormín, fármaco que ingería para el”control” de su presión arterial. Uno de los efectos nocivos es la disminución de la frecuencia cardíaca (55 latidos por minuto) que produce una disminución del riego sanguíneo cerebral aunque la presión arterial se encuentre dentro de lo normal, aunado además, a cierto grado de falla de la circulación cerebral por la obstrucción progresiva de las arterias (arteriosclerosis) propia de los 75 años. Aceptaron de buena gana esta explicación. Sin embargo, no se convencieron del todo porque hicieron la observación de que algunos de los síntomas ya los sentía antes de haber tomado el tenormín.

Durante la entrevista clínica, surgió el trasfondo de sus quejas. Tres años antes cuando inició su sintomatología por la cual le indicaron tenormín con presión arterial de 150/100, dentro de lo normal (90/50 a 150/110), se había recién separado de su esposo, después de 50 años de “sufrimiento y martirio” como llamó a su vida matrimonial. Empezó a relatar parte de las peripecias que vivió con su esposo: agresiones verbales, golpes, infidelidad conyugal, enclaustramiento pues no la “la llevaba ni a comprar zapatos”, limitaciones económicas para ella y sus hijos a pesar de buenos ingresos.

Durante el relato empezó a llorar amargamente, aquel rostro duro y autoritario se convirtió en gesto de dolor, rabia e impotencia ante la adversidad. Padecía DEPRESIÓN NERVIOSA como consecuencia de la pérdida de un objeto, en este caso su esposo. Esta era la causa fundamental y más razonable para explicar gran parte de su estado clínico. En realidad ella no padecía de la presión arterial alta. La mínima elevación de la presión para la que indicaron tenormín era como consecuencia de sus estado depresivo, no era necesario ese fármaco, su prescripción empeoró sus síntomas.

Se eliminó dicho fármaco, se orientó y explicó todo lo anterior, y con dosis mínima de un antidepresivo un mes después la paciente había mejorado en un 90 % su sintomatología. Su semblante reflejaba mas alegría y deseos de vivir.

Parece incongruente que la depresión de esta paciente se haya presentado después de la separación de su esposo, aún cuando éste la había agredido durante el tiempo que vivieron juntos durante 50 largos años. Cualquiera de los lectores esperaría que en lugar de deprimirse, se hubiera alegrado al romper una relación enfermiza y dolorosa. Sin embargo, este fenómeno mental es común de observar. Posiblemente cada uno de los que viven estas circunstancias posea alguna explicación muy personal, adecuada a sus vivencias, a su historia, su entorno social, cultural y psicológico.

Vivimos en una sociedad llena de prejuicios, de reglas escritas y no escritas, de compromisos sociales, morales, religiosos y familiares y otros que se establecen en cada célula familiar de las que proviene cada uno de los cónyuges. Una pareja matrimonial que decide separarse se enfrenta el precepto dogmático de “hasta que la muerte los separe” especificado en el contrato matrimonial religioso, que comprometen a disimular cualquier tipo de vejación, de indignidad o de agresión con tal de no ser señalados de irresponsables o inmorales, principalmente cuando ya existen de por medio los hijos.

De esta forma, y aquí la mujer lleva la peor parte, pues en muchas ocasiones las parejas son presionadas hasta por sus propios padres quienes las obligan a no separarse, a aguantar todas las vejaciones, no importa que tan graves sean, con tal de conservar y salvaguardar “el buen nombre de la familia, su alcurnia inmaculados… ” ¿Como puede ser posible que por unos “golpecitos” se manche el linaje familiar?. No, de ninguna manera, eso no lo permiten muchos padres, ya que ninguno de sus antecesores se había divorciado. Hay que impedir que la gente hable, el “qué dirán” es ofensivo, es mancha, es tener que agachar la cabeza. La familia debe salir a la calle con la cabeza en alto, aunque sea con una peluca para cubrir los “chiopotes con sangre, sean chicos o sean grandes”.

Estos y otros prejuicios bloquean la mente del quejoso, le impiden ver la realidad y sufren ante la inminencia de quedarse solos, desamparados con el miedo a ser la comidilla del día de los vecinos, de sus familiares, de la sociedad.

Esta es nuestra sociología, esta es la sociología de la mujer mexicana, sumisa y abnegada. La conduce a los consultorios médicos. No hay farmacia efectiva para estos problemas. En muchas ocasiones los médicos deben estar preparados para establecer, de alguna manera las posibles causas de los males físicos de los enfermos, independientemente que se solucionen con fármacos.

De alguna manera, algunos enfermos se sentirán aliviados al saber que sus males no son graves, que no ponen en peligro su vida y que no necesitan medicamentos para solucionarlos, ni gastos innecesarios que empobrecen sus bolsillos aumentando las penurias que corroen sus sentimientos empeorando su calidad de vida.